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30 marzo 2007

EL REENCUENTRO DE PEREGRINOS

El suave abrazo de los rayos del sol ofrecía un cálido y agradable bienestar a nuestros cuerpos adormecidos. Las expectativas de aquel sábado pronosticaban un excelente día para realizar nuestra excursión, en la que nos veíamos envueltos aquellos de nosotros (incansables peregrinos) que queríamos volver a recordar el sentimiento de emprender de nuevo un camino, sin que importase hacia dónde llevara.

Estábamos desde temprano bastantes alumnos de 1º de bachillerato, de 2º y antiguos compañeros que no quisieron perderse este derroche de nuevas experiencias, que de todos modos resultaban tan familiares: cómo olvidar a los profesores que volvían a ofrecernos (en una inmolación de su escaso tiempo libre) la oportunidad de volver a coger el cayado y la mochila rumbo a Castilblanco de los Arroyos.

El pueblo parecía haberse precipitado desde las cumbres de la sierra, que lo envolvía con el cariño de una madre, y haberse quedado dormido en el silencioso valle con el rumor del viento en los alcornocales.

Tras un opíparo desayuno, cortesía del Alcalde, con el que satisficimos nuestro apetito, emprendimos al fin nuestro itinerario, que nos llevaba a través de los hermosos paisajes de la dehesa serrana.

Con las delicadas lluvias de los días anteriores, la dehesa entera exhalaba vida y ofrecía un enorme abanico de colores, sonidos y sensaciones, tan alejadas de nuestra vida gris en la ciudad. Dominaba el verde en todos los rincones, como un omnipresente soberano del paisaje, y que lucía una ingente cantidad de joyas multicolores: florecían infinidad de delicadas y fragantes flores, salpicando así de alegría la dehesa.

Serpenteaban frescos riachuelos a lo largo del camino, en los que se reflejaban las nubes, como grandes peces blancos que se funden entre dos mares. Las flechas amarillas nos acompañaban siempre, ya fuese en los vastos troncos de los árboles, o en las frecuentes rocas, guiando a los viajeros en el buen camino desde sus irregulares lienzos.

Nuestro destino se materializó tras un tortuoso camino que ascendía por una colina a lo largo de una buena extensión de pedregal. Y abajo en el valle, rodeado de verdes prados que subían por las faldas de las colinas, estaba el pueblecito (del que no recuerdo su nombre) donde se terminaba nuestro viaje. Tomamos un buen merecido almuerzo acompañado de una brisa limpia y del suave trinar de las aves silvestres. Tras esta comida y una “tumbada” en el suelo de los que practicamos el noble arte de la siesta, organizamos una queimada en la que evocamos a las lejanas meigas gallegas, que sin duda escucharían atentas el conjuro ancestral que recitó Juana. Juan Lafuente fue el encargado de preparar el brebaje (que por cierto, sabía a todo lo conjurado).

Después, a la queimada le siguieron canciones y risas, que iban apurando los rayos del atardecer que indicaban el regreso.

Mas nunca volvimos del todo, al dejar también, como en los mágicos senderos de Galicia, parte de nosotros.
Autor: José Ángel Garrido

1 comentario:

Juana G. Linares dijo...

Hacía tiempo que no entraba por aquí, el tiempo no da más de sí, y me ha alegrado nuevamente leerte, José Ángel. Tienes una sensibilidad muy especial para retratar emociones. Sigue escribiendo y lee, lee mucho, es la mejor manera de aprender y limar el lenguaje.

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